Al poeta andino había que encontrarlo. El encargo vino del Instituto Superior de Estudios Literarios Panandinos. Quien debía asumir la misión era un investigador recién ascendido, conocido en el ámbito académico por una etnografía sobre albañiles del suroriente de Quito.

En su despacho, le entregaron un sobre: dentro había un poema fotocopiado, instrucciones mínimas y un aire de urgencia que sugería que lo que buscaban no era un hombre, sino una reliquia.

Abrió la fotocopia y leyó los versos atribuidos a Qhapaq Añawi:

Soy el silencio que canta,

soy el viento que no deja sombra.

No había visitado la Biblioteca Nacional desde que era estudiante, así que ignoraba si seguía abierta. Lo recibió una bibliotecaria anciana que ajustaba sus lentes con demasiada frecuencia. «Qhapaq Añawi, no me suena de nada, pero la sección de poesía indígena está arriba. Déjeme revisar».

El tono de la vieja fue más bien mecánico. Lo había mirado de arriba a abajo como si estuviera midiendo si era digno de alguna respuesta. «Tampoco parece estar muy ocupada», pensó el investigador. Aparte de unos pocos colegiales que estaban ahí por el internet gratis, la sala estaba vacía: una alfombra gris con irregulares manchas oscuras amortiguaba el eco del alto techo. 

Después de dos, cinco, diez minutos, la vieja regresó renqueando entre las filas de libros. Como respuesta, le dijo que no había encontrado nada bajo ese nombre. Pensó en preguntarle si había buscado directamente en algún estante, en el sistema (aunque dudaba de que hubiera alguno porque no había ninguna computadora a la vista) o en uno de esos atávicos muebles de fichas bibliográficas que recordaba de su época estudiantil, pero el silencio de la anciana parecía definitivo. 

Caminó unas pocas cuadras hacia la Biblioteca Municipal. El encargado de allí, mucho más solícito, le dijo que aquel nombre le resultaba familiar; quizá lo había visto en una revista literaria de los setenta llamada El cóndor silente. Sin embargo, el único ejemplar que tenían de aquella revista había sido robado tiempo atrás. Creía recordar que uno de los editores todavía enseñaba en la Pontificia Universidad Católica y le recomendó buscarlo.

Anduvo un poco más de ocho cuadras y, tras una pequeña cuesta, dio con la universidad. A su izquierda, un edificio rectangular y gris: un esperpento involuntario de brutalismo. 

El viejo profesor frunció el ceño, como si el nombre despertara un recuerdo espectral. 

—No tengo memoria de haber publicado a nadie con ese nombre —dijo, tras un momento de reflexión—. Pero tampoco estoy muy seguro. Ha pasado mucho tiempo y en esa época editábamos a muchas, demasiadas, jóvenes promesas de la literatura indigenista crepuscular. Algunos desaparecieron tan rápido como llegaron.

El investigador asintió, pero no dijo nada.

—¿Para qué quieres saber de un poeta oscuro que nadie conoce? —preguntó el profesor.

—Me lo encargaron desde el instituto en el que trabajo. Para alguien, Añawi es la pieza faltante en la taxonomía literaria de los últimos cuarenta años.

Como toda respuesta, el profesor rio con amargura. 

El investigador pensó que la conversación había llegado a un punto muerto, pero antes de despedirse, el viejo lo detuvo.

—Espera. Ahora que lo pienso, recuerdo a alguien que solía firmar sus textos como Añawi. Pero no era un poeta, al menos, no en el sentido convencional. Era un tipo extraño, más un personaje que un escritor. Decía cosas como que «la poesía no se escribe, se vive». No lo volví a ver. Quizá alguien de los círculos literarios de aquella época podría saber más. 

—¿Un nombre? ¿Un lugar? —preguntó el investigador.

El profesor negó con la cabeza.

—Esas cosas se olvidan. Pero si alguien aún cuenta con un ejemplar de El cóndor silente tiene que ser la librería La Luz o alguna otra del centro. 

El investigador agradeció con un gesto y salió. La librería La Luz resultó ser un local estrecho, con estanterías que se alzaban hasta un techo cubierto de manchas de humedad. El polvo cubría los libros como si nadie los hubiera tocado en décadas. Caminó entre los pasillos, hojeando sin mucha fe un par de antologías maltratadas, mientras el librero, un hombre seco y de voz áspera, lo observaba desde atrás del mostrador.

—¿Busca algo específico? —preguntó con desgano.

—Un ejemplar de El cóndor silente.

El librero dejó escapar una breve risa, casi inaudible.

—No creo que encuentre uno por aquí. Pero espere… —Abrió uno de los cajones de su escritorio en el fondo del almacén, hurgó en una caja pequeña y le extendió un casete—. Esto es lo que busca. O algo parecido.

El investigador frunció el ceño, pero tomó el casete. En una etiqueta escrita a mano en tinta desvaída se leía: «Recital Q. Añawi, 1978».

No preguntó nada más. Pagó lo que el anciano le pidió y salió de la librería.

De vuelta en su departamento, después de rebuscar entre trastos olvidados, encontró un viejo reproductor de casetes. Conectó el aparato y, tras un crujido eléctrico, presionó el botón de reproducción.

Al principio, solo se escuchó un ruido blanco, un susurro casi cósmico. Luego, una voz emergió, baja y temblorosa, como si se hablara a sí misma desde otro mundo. Una voz deshilachada, hecha de jirones de aliento, que hilvanaba versos vacilantes entre el delirio y la revelación:

Soy el silencio que canta,
soy el viento que no deja sombra.

El investigador cerró los ojos. No era consciente de cuándo dejó de escuchar el casete. La voz se había convertido en imágenes: montañas que respiraban, un río murmurante, figuras de humo que se deshacían en el aire. 

Cuando despertó, el casete seguía girando en el reproductor, pero la cinta estaba vacía. No quedaba nada más que el ruido blanco, eterno y monocorde, que ahora le parecía un susurro: una invocación o un llamado.

Apagó el aparato. Permaneció inmóvil, mirando la pequeña etiqueta con el nombre de Añawi y tratando de recordar su voz y aquellos versos.

El día siguiente lo encontró en silencio, contemplando el casete como si pudiera extraer algo más de él. Fue entonces cuando recordó las palabras de un colega del instituto que le recomendaba visitar el archivo de la Universidad Andina.

Sin mucha convicción, decidió seguir esa pista. Subió al taxi y observó la ciudad pasar a través de la ventana empañada. Los versos seguían flotando en su cabeza, mezclados con la voz rota del casete.

***

Universidad Andina. En la recepción, un joven con expresión neutral escucha su petición sin parpadear. Después de unos segundos, le señala un pasillo:

—Segundo piso, sala de archivos literarios. Pregunte por el doctor Velasco.

El investigador sube las escaleras. La sala de archivos está en penumbra y un hombre delgado y calvo, con gafas de montura gruesa, lo recibe con una mirada que parece desafiarlo.

—¿Qhapaq Añawi? —pregunta el doctor Velasco, acomodándose en su silla de madera.

El investigador asiente.

Velasco se levanta y desaparece entre los estantes altos. El sonido de sus pasos y el roce de los papeles se mezclan con el zumbido de las luces. Pasan varios minutos antes de que regrese con un pequeño archivo de cartón. Dentro hay papeles amarillentos y varias hojas escritas a mano.

—Aquí tiene. Parece que el nombre fue utilizado en múltiples ocasiones por diferentes autores. El primero fue un profesor de esta misma universidad, hace más de cuarenta años. Un tal Fernando Añawi. Pero después… bueno, parece que otros adoptaron su nombre. Es curioso, ¿no cree?

El investigador hojea los documentos. Encuentra fragmentos de poemas, algunos con estilos radicalmente diferentes, otros que repiten los mismos versos del poema que recibió al inicio de su misión. También hay un ensayo firmado por Fernando Añawi, titulado: «El poeta andino: Una invención necesaria».

—¿Puedo fotocopiar esto? —pregunta al doctor Velasco.

El hombre lo mira con una mezcla de sorpresa y fastidio.

—Eso no será posible. El archivo pertenece al repositorio de la universidad. Pero puede llenar un formulario de solicitud.

Velasco saca una carpeta de un cajón y le entrega un formulario interminable, con preguntas tan absurdas como:

¿Cuál es su relación con la poesía andina?

¿Cómo definiría el concepto de autoría en el siglo XXI?

¿Qué lo habilita moralmente para leer estos documentos?

El investigador intenta rellenarlo con seriedad, pero el acto mismo lo llena de desesperación. Tras entregarlo, Velasco le dice que debe esperar.

—¿Esperar cuánto tiempo? —pregunta el investigador.

—Eso depende del comité de revisión. Podrían ser semanas… o meses.

El investigador siente un nudo en el estómago. Para cumplir con su encargo no tiene semanas ni meses. Al salir de la sala, se detiene en el pasillo y piensa si no sería más sencillo robar los documentos, pero las cámaras en el techo lo disuaden. 

Los días pasan. Luego, semanas. Cada intento de contactar al comité termina en líneas ocupadas, correos electrónicos devueltos o respuestas automáticas. 

Un día, recibe un sobre sin remitente. Dentro, encuentra un único documento: una fotocopia borrosa del formulario que llenó, ahora marcado con una palabra en rojo: DENEGADO.

Seguro de su despido, abre su computadora y empieza a escribir el informe. No deja de pensar que los versos de Añawi:  Soy el silencio que canta /soy el viento que no deja sombra… solo existen para burlarse su búsqueda. 

(E-1) MANIFIESTO
Alejo Romano

Alejo Romano (Quilmes, 1986). Argentino por nacimiento, ecuatoriano por adopción. Comunicador y politólogo, pero se gana la vida corrigiendo a los demás. Le contó a sus amigos que quería vivir un episodio histórico (p. ej., la llegada de los extraterrestres) y en respuesta nos cayó la pandemia.

Escribe porque le parece difícil. Su disposición transeúnte la ha llevado últimamente a escuchar a Susy Díaz, atesorar la poesía de Olga Orozco y aprender etnomatemática. Le gusta Borges pero le gusta más Silvina Ocampo.

Mauricio Montenegro. En su juventud no pudo dedicarse a la veterinaria como le habría gustado. Hoy por hoy, su consuelo es lidiar con sendos ejemplares del bestiario académico ecuatoriano, así como con sus manuscritos. A veces escribe. Su doctorado en procrastinación le impide hacerlo más seguido. Hay quienes le han escuchado decir que no es más que una diminuta e ignorada mota de polvo en medio la galaxia de mediocridad que es la literatura de su país.

Luis Felipe Sánchez nace el 3 de noviembre de 1981, el mismo día en que el barco de Herzog termina de cruzar la montaña en su famosa película Fitzcarraldo . Se define a sí mismo como “inteligente, evasivo y de una reservada cordialidad”. Alguno que otro amigo lo ha calificado de “misántropo” e, incluso, lo han llamado “artista”. Luis Sánchez ha publicado dos libros de cuentos y guarda entre sus cajones dos novelas que no piensa dar a la prensa. En cada entrevista de trabajo que se presenta, repite incesantemente que no posee redes sociales, aun así lo contratan. En sus horas libres, que son muchas, pinta al óleo.

Como una seta, asegura que se crece mejor sin luz directa. Le aquejan la lenta cancelación del futuro, la calvicie y el colesterol alto. Le gustaría, si fuera posible, desaparecer a voluntad de la memoria de las personas. Fuma solo en los velorios.
Aunque no suela decirlo, es el culpable de ser el tálamo cerebral de Mil machetes, órgano de una legión de ángeles clandestinos e insomnes que no ofrecen redención, sino una navaja de afeitar en el viento. Vive acompañado de Uma, su perrita, que escucha pacientemente sus discursos sobre la degeneración literaria y de vez en cuando ladra en aprobación.

Nicolas Salas

Nicolás es un diseñador multimedia conectado con el diseño en muchas  todas sus formas: desde productos y revistas hasta arquitectura, arte, cómics y fotografía. Esta conexión con el diseño lo inspira a crear experiencias digitales adaptables a diferentes conceptos.

nicolassb.xyz