Alegato en contra del voto popular

Habrá quien, leyendo el título de este artículo, me piense facho o elitista. Nada más lejos de la verdad: en cuestiones económicas y sociales, me precio de estar a la izquierda de cualquier gobierno, democrático o no, de la historia americana al menos. En la elección del título hay, no voy a negarlo, un poco de bait (y me sonrojo al pensar que debería tener veinte años menos para usar esa palabra sin descaro). Sin embargo, existe un alegato en contra del voto popular. Es un poco facho y es un poco elitista, pero existe. Ya vendrá. Demos un pequeño rodeo.
Contexto: mis años posuniversitarios, cuando ya me había ido de la casa familiar. Se ve que andaba por la vida extremadamente desaliñado para los estándares de mi madre, porque me sacó una cita con su peluquera.
Media mañana de un sábado. En el asiento de al lado, dejando que se asiente la tintura, lee una revista una señora muy paqueta (o cheta, o pelucona), amiga de mi mencionada madre. Ella y yo, los únicos clientes en la peluquería, que es más bien diminuta. Cuando me reconoce, y después de la charla trivial de rigor, decide hablarme de política. (Entre todos los temas posibles que sacarle a un joven de veintipocos, barbado y afecto a las ciencias sociales, sí, elige la política. La capa que me ha puesto la peluquera protege mi camiseta de la hoz y el martillo rojos).
Retengo únicamente el pasaje de la conversación que aquí nos interesa, y que empieza in medias res con el siguiente enunciado: «Los que no pagan impuestos no deberían votar». Fuerte, muy fuerte. Pero les recuerdo que es media mañana de un sábado, y que yo soy un recién egresado de literatura: mi cerebro todavía no salió de la cama. «Estoy completamente de acuerdo», le respondo, «los evasores no deberían votar». Algo en su mirada me da a entender que no entendió, o que no entiende por qué no entendí. «No, no, me deja en claro, «lo que quiero decir es que los pobres no deberían votar». «Aaah», digo, o pienso, mientras cabeceo de un lado a otro con los ojos como platos. La señora esgrimirá explicaciones relativas a la vagancia, la escasa educación, la falta de planificación familiar, la sumisión, el quemeimportismo… Mi cabeza finalmente despierta y se va volando. Le cuesta, no quiere, se niega a saber cómo hizo para sobrevivir tanto tiempo este espécimen del siglo XIX.


La referencia al siglo XIX no es gratuita. Fue entonces cuando nuestras naciones latinoamericanas descubrieron la soberanía y decidieron convertirse en repúblicas democráticas. Eran, sin embargo, bastante imperfectas: votaban solo los criollos varones con una determinada cantidad de propiedades.
«¡Ahí está: votaban quienes pagaban impuestos!», gritaría mi compañera de peluquería. «Falso», le contestaría yo si fuera historiador: por el contrario, las primeras élites latinoamericanas en realidad no pagaban muchos impuestos. Al ser las grandes vencedoras de la Independencia, además de diseñar el sistema político de cada país, diseñaron también, por supuesto, sus sistemas tributarios, que recaían mayoritariamente sobre el comercio y el consumo. Los que pagaron el pato (y el pato en este caso se llamaba D. U. Dasdeguerra) fueron los menos favorecidos.
Lo mismo sigue ocurriendo en nuestro tiempo, no te creas. El IVA (creación del siglo XX) suele ser el tributo que más aporta a los países, y es lo que se llama un impuesto regresivo: los pobres gastan en él una proporción mayor de sus ingresos que los ricos. Cada vez que compramos un paquete de galletas en la tiendita más cercana estamos contribuyendo a las arcas del Estado con (actualmente) un 15 % de lo desembolsado. Parece que lo que quería finalmente la señora paqueta de la peluquería era que, como en las nacientes repúblicas de nuestro continente, solo pudieran votar los dueños de un patrimonio. Así, quedaría fuera de la democracia efectiva el proletariado, es decir, ese conjunto de personas cuya única «propiedad» son sus hijos.
Ahora bien, analicemos un par de razones de esta desconfianza hacia los pobres. Para ello, dejemos que descanse en paz mi amiga de la peluquería (hace unos años que mira las margaritas desde abajo) y recuperemos a la reina de los desclasados: nuestra querida doña Florinda.


Razón # 1 en contra del voto popular: el clientelismo. «Federico», diría doña Florinda en un capítulo del Chavo que nunca se emitió, «el problema es que el voto de la chusma siempre está a la venta».
Alimentos, medicina, ropa, subsidios, incluso viviendas…; variadas son las dádivas que han recibido los pobres para dejar de lado sus principios. Mientras los republicanos se rasgan las vestiduras cada vez que ocurre, habría que preguntarse si uno no haría lo mismo al estar en juego su supervivencia o la de sus hijos.
Personalmente, me parece mucho menos decoroso el clientelismo entre millonarios. Hace poco fue noticia la amenaza de Elon Musk a congresistas estadounidenses que apoyaran un acuerdo que a él y al recién investido Donald Trump no les gustaba. «Si no votan como yo quiero», dijo con más o menos palabras el dueño de X, «en las próximas elecciones voy a financiar la campaña de sus oponentes». Dicho y hecho: todos se pusieron en fila para besar el anillo.
El sociólogo alemán Klaus Dörre teorizó al respecto en un debate recogido en el libro ¿Qué falla en la democracia?: «[L]a democracia como forma de gobierno se está sacrificando en el altar de un capitalismo expansionista que, con vistas a su propio aseguramiento, necesita recurrir cada vez más a prácticas autoritarias». En otras palabras, el que tiene plata sigue haciendo lo que quiere, con la novedad de que hoy incluso puede imponerse sobre los funcionarios de un Estado, en este caso el más poderoso del mundo.
Razón # 2 en contra del voto popular: la ingenuidad. Pero doña Florinda vuelve a la carga. «No, Federico, no te equivoques. Los pobres no deberían votar porque se los engaña fácilmente».
La palabra clave es demagogia. La historia está plagada de grandes oradores que supieron torcer a su favor el entusiasmo popular, casi siempre con pésimas intenciones. Y esta preocupación excede a doña Florinda; también le quitaba el sueño, por ejemplo, a los founding fathers de Estados Unidos, quienes «no confiaban plenamente en la capacidad de la ciudadanía para juzgar la adecuación de los candidatos a la presidencia. A Alexander Hamilton le preocupaba que una presidencia por elección popular pudiera caer fácilmente en manos de quienes aprovechan el miedo y la ignorancia para ganar elecciones y estos acabaran gobernando como tiranos». (Esto lo recogen Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en Cómo mueren las democracias, cuyas predicciones [me temo] están a dos minutos de hacerse realidad. Léanlo y me cuentan).
En La rebelión de las masas, Ortega y Gasset resumió la perspectiva elitista que dominó la filosofía política tras el surgimiento y la posterior derrota del fascismo: «Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. […] [L]as masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad».
Lo que omite el ensayista español, sin embargo, es que engatusar al pueblo con palabras lindas nunca es suficiente. Está bien documentado que los demagogos sin carrera en la política llegaron al poder solo cuando, por distintas razones, las élites tradicionales y supuestamente democráticas se vieron tentadas a pactar. Sin el apoyo de los más poderosos no se juega. A Hitler y Mussolini les alcanzó con atizar el miedo al comunismo para que las derechas de sus países, temerosas de su propia irrelevancia, les hicieran lugar. Ocurrió lo mismo en el Brasil de Bolsonaro por el miedo de las élites al Partido dos Trabalhadores de Lula, en la Argentina de Milei por el miedo de las élites al peronismo, en los Estados Unidos de Trump por el miedo de las élites a las agendas woke y ambientalista.
En el librazo (por bueno, no por extenso) A treinta días del poder, el historiador Henry Ashby Turner ahonda en la ascensión meteórica de Hitler y en los tejemanejes de los funcionarios alemanes que le dieron combustible. Por cómo se ve el mundo hoy, su conclusión debería helarnos la sangre: «Aunque la carrera del dictador nazi dejó únicamente un legado negativo, proporciona un poderoso ejemplo para las generaciones posteriores de la necesidad crucial de ejercer el máximo cuidado al seleccionar a quienes se les otorga el control de la institución más poderosa —y potencialmente más letal— creada por la humanidad: el Estado moderno».


Al pueblo, o a las masas, o a la «chusma», se le arrogan características que, miradas de cerca, son transversales a todas las clases sociales. ¿Hay clientelismo? Sí, pero en todas partes. Por la plata baila el mono tanto en la barriada como (y sobre todo) en Wall Street. Tiene que ver con el cúmulo de necesidades insatisfechas de las mayorías, y también con la acumulación consumista que se nos plantea como norma. ¿Hay ingenuidad? No llegaría a tanto; la palabra quizá no sea la adecuada. Que una persona tenga poca educación no significa que sea tonta, y todos hemos capitulado ante falsas promesas más de una vez. En una era en que los medios de comunicación (incluidas las redes sociales) pertenecen a grandes grupos empresariales con intereses obvios, es difícil separar la paja del trigo y formarse una opinión racional. Los políticos que alguna vez consideraron al pueblo un héroe colectivo hoy lo ven como consumidor de mentiras. «De nada», dice el marketing.
¿A dónde quiero llegar con esta perorata inacabable? A una máxima de la ciencia política que ha quedado para los debates académicos y cada vez se pone menos en práctica: el voto popular sin más es una condición mínima pero no suficiente para una democracia saludable. Hace falta, además, una ciudadanía activa y comprometida, educada e informada.
En el ya mencionado ¿Qué falla en la democracia?, el sociólogo alemán Hartmut Rosa explica: «Que la idea de democracia haya podido desarrollar un carisma tan grande y con un alcance prácticamente universal se debe […] a que representa la promesa de un determinado modo de estar-en-el-mundo. Esta promesa se basa en la idea de que todo el mundo debe tener una voz que se pueda aportar y hacer oír». En un contexto en el que parece que la economía y la política están arregladas de antemano para favorecer a unos pocos a costa de muchos, es indispensable recuperar esa promesa. Volviendo a Klaus Dörre: «Lo decisivo, y el punto de arranque para todo, es que surjan movimientos sociales que efectivamente se entiendan a sí mismos como antagónicos, que desafíen a las élites dominantes […]. De lo contrario, [la democracia] irá cuesta abajo y acabará sucumbiendo a un capitalismo autoritario».
Señora, señor, señorita milmachetera, estoy seguro de que no estoy solo: ¿No sentimos cada vez más la crisis?, ¿no sentimos que el mundo va a contramano de nuestros valores, de la visión del mundo que consideramos no solo correcta sino de sentido común: con más inclusión, más derechos, menos desigualdad…? Parece que cada día se intenta dar marcha atrás con algún derecho que creíamos tallado en piedra, ya sea el derecho a una orientación sexual diversa, a tener un color de piel distinto o a respirar aire puro.
La única receta contra los fachos y los elitistas (siempre habrá alguno entre nosotros, quizá sentado en una peluquería, disfrazado de demócrata) es alzar la voz. Alzar la voz juntos. La democracia implica grandes desafíos, especialmente en la época de la gratificación instantánea, pero escuchemos a la distancia el eco de las palabras de Rousseau: «El momento en que alguien dice “¿Y a mí qué me importa?” con relación a los asuntos del Estado, ese Estado debe considerarse perdido».

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