Una reseña acerca de El lector del tren de las 6.27, de Jean-Paul Didierlaurent
La literatura es infinitamente más prolífica en ofrecernos puertas de entrada a ficciones trágicas y decadentes. Si bien la comedia solía tener un lugar más destacado, en las últimas décadas parece haber perdido cada vez más representantes, para dar paso a una literatura que oscila entre lo trágico, lo controversial, lo academicista y lo terrorífico. Aceptemos también que las primeras décadas del siglo XXI no nos han dado grandes alegrías… y los años venideros no parecen augurar tiempos mejores. Sin embargo, en el año 2014, el escritor francés Jean-Paul Didierlaurent, fallecido en el 2021, publicó una novela corta que apuesta por el humor y logra cumplir su objetivo.
El personaje principal de esta novela, Guibrando Viñol, se nos presenta como un hombre relativamente anodino, cuyo sueño de juventud era trabajar en una editorial, pero termina siendo empleado en un lugar que resulta ser la antítesis de lo que deseaba: es operario en una fábrica recicladora de papel. Viñol desprecia y teme a la máquina que devora libros todo el día (se refiere a ella como La Cosa), aunque cada tarde le logra arrancar unas pocas hojas inconexas, que luego lee en el tren de regreso a casa para deleite de algunos pasajeros.
Esta apasionada aunque peculiar relación con los libros es el puente que le permite a Viñol relacionarse con personajes que por momentos rozan lo esperpéntico. Y es esta caravana de seres peculiares quienes alejan a Guiñol de la fábrica y lo llevan por otros derroteros menos oscuros. Esta novela corta no es pretenciosa y, por lo mismo, se deja leer con facilidad y agrado. La atmósfera que se va creando poco a poco resulta un alivio para un lector agotado y por momentos nos remite a una obra cinematográfica francesa internacionalmente conocida: Emilia Pérez. ¡Mentira! En realidad me recordó mucho a lo que provocaba Amelié, de Jean-Pierre Jeunet.
Guiñol, nuestro héroe de lo cotidiano, se termina por embarcar en una miniodisea por los baños de los centros comerciales de su ciudad, en busca de una extraña Penélope, que se entretiene escribiendo y describiendo desde los tipos de clientes que visitan los servicios higiénicos de los que ella se encarga hasta los ruidos que producen dentro de cada cubículo, dando lugar a los pasajes más divertidos de la novela, sin llegar nunca a lo escatológico. El lector del tren de las 6.27 es una de esas obras que nos recuerdan que sencillo no es sinónimo de simple, sin dejar de revelar el profundo cariño que Didierlaurent tenía por la literatura.