Como el sol, la política siempre está

Decidir qué aspectos de la vida pertenecen al orden de lo privado y cuáles al orden de lo público parece un asunto meramente taxonómico: estas cosas van en tal cajón; aquellas, en tal otro. Sin embargo, no es una distinción tan simple, porque en el medio hay intereses que van corriendo el límite. Lo privado —lo que concierne meramente al individuo— se discute, como mucho, en familia; en cambio, lo público —lo que concierne a toda la polis, es decir, lo político— se debate en la arena social, y en esa conversación puede ser transformado.

Nuestros tatarabuelos, por poner un caso, nunca escucharon el término violencia intrafamiliar. Quizás fueron testigos de su aplicación, incluso en carne propia, pero no habrían sabido nombrarla ni denunciarla, simplemente porque no era posible. No tenía rótulo, no existía en sociedad. Lo que ocurría dentro del hogar quedaba dentro del hogar, y no tenían potestad allí ni el policía ni el juez de paz, solo el pater familias. Desafiando los intereses de la cultura patriarcal, la coacción de un hombre a sus hijos o a su pareja dejó de ser un tema privado y se hizo público, se politizó. Lo vemos cada año en las marchas multitudinarias con la consigna Ni Una Menos.

Otras cuestiones, no obstante, siguen sin saldarse. ¿En qué cajón metemos, por ejemplo, a la religión? La conexión de cada uno con su dios cae claramente dentro de lo privado, pero sería un error no llevar al debate público a la religión organizada, con sus exenciones tributarias y sus vínculos con el poder. Es más, hay teocracias con influencia en el concierto mundial: esta misma semana, una de ellas bombardeó a otra (y medio que no importa cuándo leas esto). 

Patrick Radden Keefe, en su descarnado No digas nada, nos pone frente a dos personas nativas de Belfast en la época de los Troubles. Una cuenta que es de Irlanda del Norte y la otra, que es del norte de Irlanda. A partir de esta diferencia podemos afirmar con bastante seguridad que la primera es protestante y la segunda, católica, y que esta última, además, sueña con que su país se independice del Reino Unido. La religión es política y nos vendría bien debatir qué alcances permitirle sobre nuestras sociedades.

Otra pregunta espinosa: ¿en qué cajón metemos a la educación? Nuestros conservadores hablan de “no politizarla” —exudan así el temor de que sus vástagos aprendan sobre ciertos temas de izquierda (?) como las diversidades sexogenéricas—, pero hay pocas instituciones sociales más políticas que la escuela, desde siempre y para siempre. Por citar un dilema clásico, ¿a qué próceres se destaca y a cuáles se omite? Alonso de Illescas fue un héroe cimarrón del siglo XVI que fundó en la provincia de Esmeraldas el llamado Reino Zambo, en una alianza entre negros e indios. Su gente nunca se dejó doblegar por la Corona española, encarnada en la Real Audiencia de Quito. Pregúntale a tu vecino si ha oído de él.

Antonio Gramsci remarcaba la diferencia entre cultura y naturaleza. Las clases dominantes, decía, buscan que sus reglas parezcan naturales en vez de culturales, porque uno no se puede enojar con la naturaleza, no se puede sublevar contra ella. La educación formal tiene el poder de disciplinar, tanto directa como indirectamente. De tanto machacar y machacar, termina por crear sentido común: «Hay que obedecer sin chistar», enseña el rector; «El padre sale a trabajar, la madre tiene listo el almuerzo», enseña el patriarcado; «Hay que estudiar desde chiquitos para ser productivos», enseña el capitalismo. Si te parecen frases antiguas, estás en deuda con quienes se atrevieron a politizar, a discutir en la arena pública, esas máximas de hace no tanto.

Para ir aterrizando, hablemos de lo aquí nos convoca: el arte. El arte tiene mucho de subjetivo, sin duda. Acabo de pedirle a Chat GPT que me hiciera una lista de artistas latinoamericanos y me llamó la atención el nombre Wifredo Lam. Acá está una de sus obras. Quizá ustedes hayan estudiado mucho y vean en la labor del cubano otro ejemplo de cómo la hermenéutica telúrica incaica trastrueca la peripatética anotrética de la filosofía aristotélica. Yo veo una jirafa voladora. En el sentido de que la apreciación del arte tiene inevitablemente un componente privado, tu objeción a lo que yo logro percibir no es válida.

Pero quitémonos de en medio las fábulas con sus moralejas, los artistas «comprometidos» y otros bichos por el estilo, en que la respuesta es por demás clara. Las vanguardias artísticas, ¿ponen en juego temas políticos? ¿Son politizables?

En el esqueleto mismo del arte está enquistado el desprecio por el statu quo. Toda corriente pictórica, literaria, etc., nace como queja o burla de la anterior. Los románticos estaban hartos de la preponderancia que la Ilustración daba al conocimiento racional y, mareados por los aires heroicos de la independencia de EE. UU. y la Revolución francesa, pusieron el foco en las emociones. Décadas más tarde, la gris crudeza de la Segunda Revolución Industrial devolvió a los artistas a tierra. «Tenemos poco de qué alegrarnos y mucho por denunciar», dijeron los románticos y se tornaron realistas. La brutalidad de la Primera Guerra Mundial trastocó aún más la sensibilidad: «Huyamos mejor en otras direcciones, caminando para atrás, más allá pero también más acá, hacia las cimas abismales del subconsciente», dijeron los surrealistas, y pocos los entendieron.

En cada etapa, las vanguardias representan nuevas formas de ver el mundo (o, lo que es lo mismo, nuevas discusiones sobre la vida en sociedad [o, lo que es lo mismo, una repolitización de ciertas cuestiones]). El arte evoluciona volviéndose consciente de sus moldes e intentando romperlos. En esa agitación hay un manifiesto político.

Pero, bueno, quizás se trate de una costumbre exclusiva de la «alta cultura», ¿no? ¿Qué ocurre con las obras de la cultura de masas: se cuela la política en, por ejemplo, un best-seller o el último éxito de taquilla?

(A partir de este momento, hay spoilers de al menos tres películas que se irán nombrando a su debido tiempo. Están avisados).

A riesgo de ponerme autorreferencial, me sirve comentar que dejé de ver películas de superhéroes en 2016, tras Capitán América: Civil War. Había ido con unos amigos tan inmersos en el universo Marvel que después del cine estuvieron dos horas analizando la escena poscréditos y trazando paralelismos con los cómics. Yo, en cambio, no me podía sacar de la cabeza que la premisa de esta «guerra civil» ya la había escuchado en algún lado. 

En Avengers: La era de Ultrón (2015), un ricachón con superpoderes se pasa de rosca: como siente que no debe rendir cuentas ni a sus pares (su frase literal es «We don’t have time for a city-hall debate»), crea una inteligencia artificial que termina borrando del mapa una ciudad entera. En Civil War, asustado, este mismo personaje aboga por que los Avengers dejen de ser una organización privada y respondan a una comisión de las Naciones Unidas que regule sus excesos. ¿Quién se le opone? El Capitán América, fiel representante de un país que históricamente ha descreído de las instancias supranacionales, incluso cuando él mismo las haya propuesto.

En medio de la discusión, el secretario de Estado norteamericano (en este contexto, un simple mortal) desafía a los Avengers: «¿Cómo llamarían a un grupo de individuos mejorados físicamente, con base en Estados Unidos, que de manera rutinaria ignoran las fronteras soberanas, imponen su voluntad donde quieren y, francamente, parecen indiferentes por lo que dejan en su camino?». Yo, dada la historia latinoamericana, los llamaría marines, pero para ahondar en ello les recomiendo leer a Galeano, que lo explica mejor que yo.

«OK», me podrán decir, «pero, después de todo, en Civil War hay personajes que son políticos o funcionarios públicos —el secretario de Estado, el rey y el príncipe de Wakanda…—, y una de las escenas más importantes ocurre en un edificio de la ONU. Es obvio que hay un tema político detrás». De acuerdo, sigamos buscando ejemplos en principio más absurdos. Debería resultar difícil encontrar un filón político en el entretenimiento infantil. Al fin y al cabo, ¿a qué niño le interesa la política?

Probablemente a muy pocos, pero una cosa no quita la otra. Escuchen si no el capítulo de este podcast, o revisen este ensayo sobre la relación entre el gobierno estadounidense y Disney en los años cuarenta. «La construcción cultural hegemónica creada por Disney, para sus propios intereses económicos y el interés político de los Estados Unidos, merece ser analizada como un hito que cimentó la relación de dominación», se explica allí. Yikes.

Tras décadas de consolidación de esa hegemonía cultural, dudo que a un gobierno hoy se le pase por la cabeza financiar dibujos animados, pero las cuestiones políticas siguen presentes en ellos. ¿Por qué? Dejemos la respuesta para el final, y pasemos a un último ejemplo, uno que conozcamos todos.

Encanto (2021) es una película adorable, colorida y musical; no obstante, si uno sabe dónde mirar, puede encontrar mensajes satánicos. No, estoy bromeando. Quizás no tuvo la popularidad de la visualmente muy similar Coco, pero gracias a ella todo el mundo se enteró de que no se habla de Bruno. Es importante analizar esta proscripción, pero vamos por partes.

En la selva colombiana, en un tiempo indeterminado, la familia Madrigal (padre, madre y trillizos) guía a su pueblo escapando de algo. No se plantea bien de qué, pero sí que hay violencia de por medio, tanta que el esposo Madrigal muere. Afortunadamente para el resto de la familia y sus conciudadanos, por designio de una vela mágica, las montañas se cierran a su alrededor para aislarlos de sus perseguidores y crear el pueblo llamado Encanto.

Hasta aquí, todo en línea con cuentos de hadas milenarios, relatos fundacionales y demás narraciones fantásticas: un pueblo sufriente (podríamos decir «un pueblo elegido») es salvado por una entidad superior que le exige únicamente adoración. Ahí tenemos a la vela mágica reverenciada en un balcón, ardiendo por los siglos de los siglos, sin consumirse.

El tiempo corre y la madre del inicio de la historia ya es abuela. Encanto es un pueblo seguro y próspero, con su iglesia y… no mucho más en cuestión de instituciones sociales. Vemos sembradíos y gente transportando mercancías, pero ningún intercambio de dinero («¿De dónde lo sacarían de todos modos, si se supone que están aislados del resto de Colombia?», me pregunto mientras tomo otro puñado de canguil). Vemos personas dando órdenes, pero ninguna autoridad política formal. «¿Quién gobierna Encanto?», mastico. Y, lo más importante: «¿Con qué legitimidad?».

Entre el pueblo elegido vive una familia elegida. Además de aislamiento, protección y una casa smart, los Madrigal han recibido superpoderes de la vela mágica. Sí. Apalancada en los atributos especiales de sus descendientes, la abuela decide dónde van los puentes, cuándo celebrar las festividades y con quién casar a sus nietas. El eufemismo dice que la matriarca «lleva el show»; yo me atrevo a decir que gobierna de facto.

Apoyados en esta canción tan pegajosa, veamos cómo funcionaría Encanto si fuera un Estado-nación:

  • Julieta, que cura con su comida, estaría a cargo de la salud pública. Fácil.
  • En el Ministerio de Agricultura y Ganadería, la dupla Pepa-Antonio: una maneja el clima y el otro puede hablar con los animales. Fácil también.
  • Para Isabela, ¿qué tal una Secretaría de Embellecimiento de Espacios Públicos? Parece un concepto de comienzos del siglo XX, pero nunca he escuchado a nadie quejarse de un parque con flores.
  • Camilo puede metamorfosearse en cualquier otra persona: cool, pero en verdad poco útil para el gobierno. Como lo hemos visto ayudar a una madre cansada a cuidar de su bebé, démosle sin mucha alharaca la Secretaría de Asistencia Social. Cuando el pueblo finalmente se abra a la globalización, será un buen embajador.
  • Luisa representa la fuerza, pero la utiliza mayormente moviendo piedras de acá para allá, así que será ministra de Obras Públicas. Aunque los belicistas entre ustedes preferirían verla liderando al ejército.
  • Dolores, por su parte, es el sueño de la KGB. No necesita escuchas telefónicas para estar al tanto de todo lo que sucede en el pueblo. Yo la postulo para jefa de la Central de Inteligencia de Encanto (CIE); nunca se sabe quién puede estar conspirando para derrocar a la abuela.

En verdad, no es que la abuela tema un levantamiento de sus dóciles conciudadanos, que parecen estar de acuerdo con vivir sin democracia mientras la familia elegida comparta los beneficios de sus dones. De estos, que no del voto, viene en última instancia la legitimidad de esta dictablanda de los Madrigal.

Tras delinear cómo funciona el régimen entendemos, finalmente, por qué no se puede hablar de Bruno. El único varón de los trillizos iniciales recibió el don de predecir el futuro, algo que, como descubrió muy temprano Casandra, no puede ser sino una maldición. Charly García lo profetizó hace cincuenta años —«Les contaste un cuento sabiéndolo contar, y creyeron que tu alma andaba mal»— y en Encanto se cumple: los pobladores hacen fila para quejarse de Bruno porque, en su presciencia (qué hermosa palabra), les recuerda que el destino suele traer malas noticias. Cuándo no. Un pez morirá, un joven engordará, un cura se quedará calvo…; vaticinios que ocurren sin que nadie los invoque, pero es más fácil culpar al bocón que al paso del tiempo.

Usando por última vez su don, Bruno augura el fin de la Casa Madrigal. Nada novedoso tampoco, pues todo imperio sabe que libra una batalla perdida contra el reloj, que el fin de la historia no es tal, que todo lo que sube tiene que caer (Gilberto Santa Rosa dixit). Pero la abuela se niega a declamar, como César en Los idus de marzo, «Gobierno a innumerables hombres, pero debo reconocer que estoy gobernado por aves y truenos». En cambio, oculta las predicciones funestas de su hijo. Si hay algo de lo que todo Estado quiere escapar es que en su interior se siembre el germen de la destrucción.

Al final, la trama revitaliza a la familia y a la comunidad, porque Disney sigue siendo Disney. Y está bien. Nunca les pediría a los minions de Walt que desilusionaran a millones de niños y niñas haciendo que la nieta apuñale a la abuela mientras esta la mira con el asombro desfigurando su rostro: «Et tu, Mirabel?». No. Lo que quise advertir con este artículo es que cualquier representación de una sociedad —¿y qué es, si no, el arte?— necesita vérselas con la política, aunque sea como paisaje de fondo.

Hay un viejo axioma de la comunicación que dice que siempre se está comunicando. Incluso el interlocutor que no responde mi pregunta está comunicando desprecio, aburrimiento, ignorancia…; son muchas las posibilidades, pero al no decirme algo, algo me está diciendo. Entonces, si siempre que haya comunidad habrá comunicación, y si toda comunicación nos habla de una relación de poder, por la propiedad transitiva y gracias a un pequeño salto cuántico, siempre que haya comunidad habrá cuestiones políticas.

Si la obra utiliza estas cuestiones de manera intencional para plantear su trama, como en Civil War, o si son parte del trasfondo, como en Encanto, es arena de otro costal. Si lo que se encuentra en el análisis sirve para abrir una impugnación —como ocurrió en su momento con las expectativas imposibles que generan en las niñas las princesas infantiles— dependerá del deseo de transformación de la sociedad.

En momentos en que la rodean tantos estigmas, es importante reconocer que la política está presente en todos los intercambios humanos, incluso los ficticios. Empecemos por ahí, después veremos qué hacer con ella.

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