¿Habrá leído Vince McMahon a Roland Barthes? El magnate de la lucha libre —y, según lo que ahora conocemos, un degenerado contumaz—, por lo menos a simple vista, no parecería ser un gran lector de la obra de filósofos franceses. En todo caso, también me resulta complicado imaginar a Barthes disfrutando en primera fila de un singular encuentro de catch, como llama a este espectáculo en su libro Mitologías. Sin embargo, empresario e intelectual comprendieron, quizás mejor que muchos fans y detractores, todo aquello que se pone en juego cada vez que suena la campana e inicia uno de estos combates.
Así como hay quienes desprecian los shows de magia, acusándolos de espectáculos infantiles que solo pueden gustar a mentes simplonas, abundan también los críticos de la lucha libre. La acusan de ser falsa, de aparentar ser un deporte cuando en realidad no lo es, de ser una exhibición vulgar. Por supuesto, alegar que la lucha libre es falsa es casi tan estúpido como asegurar que lo que ocurre en una serie televisiva es verdadero. Quien haya tenido la desgracia de sufrir o ver sufrir a una persona con cáncer pulmonar avanzado difícilmente podría considerar que todas las bravuconadas de Walter White en Breaking Bad tienen algún asidero en la realidad. Incluso con su salud completa, un profesor de química falló estrepitosamente al intentar emular los planes de aquel ficticio capo del narcotráfico. Los fanáticos de la lucha libre conocen perfectamente que el combate que se les presenta ha sido ensayado previamente. Saben también que los contendientes ya han sido informados acerca de quién será el ganador, pase lo que pase. Eso es tan intrascendente como que la magia no exista. En ambos espectáculos los asistentes no están en busca de lo que puede ser o no real. Como diría Barthes (2003, 14): «lo que importa no es lo que [se] cree, sino lo que [se] ve».
En mis primeros años de adolescencia yo era —para espanto de mis padres— un fanático irredento de la World Wrestling Federation (WWF, hoy WWE1). Todo podía pasar, pero a mí nadie me movía del asiento en las mañanas. Sábados de Raw y domingos de Smack Down. Imagino que las transmisiones le daban bastante dinero al canal nacional porque hasta se daban el lujo de transmitir eventos especiales como Royal Rumble o Wrestlemania. En el mundo de la lucha, más allá de las abominaciones de su vida personal, hasta hoy Vince McMahon es considerado un genio empresarial que, justamente en mis años de adolescencia, logró destrozar a sus principales competidores y convertir a la WWF en la empresa de lucha más grande de Estados Unidos y posiblemente del mundo.
Ahora que lo pienso, puede que Vince haya leído por lo menos un pedacito de «El mundo del catch» de Barthes; tal vez la parte en la que el filósofo dice: «El catch presenta el dolor del hombre con la amplificación de las máscaras trágicas: el luchador que sufre bajo el efecto de una toma considerada cruel (un brazo torcido, una pierna acuñada) ofrece la imagen desbordada del sufrimiento; como una Pietà primitiva, se deja mirar el rostro exageradamente deformado por una aflicción intolerable» (2003, 18). Tales exageraciones, propias del mundo de las luchas, con McMahon alcanzaron proporciones hiperbólicas. La era de la actitud, como se conoció al periodo en la WWF comprendido entre 1997 y 2002, era la exageración de las exageraciones. Un canto de cisne de todo lo políticamente incorrecto. Y el público lo amaba.
McMahon era un genio de la perversidad. Orquestaba su show de manera despótica pero organizada. Vigilaba a cada luchador (rara vez los cuidaba) y a cada diva (a las cuales muchas veces acosaba) e inventaba historias tan retorcidas para cada uno de ellos que harían palidecer a cualquier escritor de telenovelas. Romances grotescos (los besos más feos que he presenciado en mi vida los vi en esos shows), un loco que llevaba una cabeza de maniquí al ring, otro que llamaba a su mamá desaforadamente y escondía una media sucia en su entrepierna, mujeres (hoy se arrepienten de ello) peleando en ropa interior en el lodo o en ponche, forzudos y gigantes inyectados con esteroides hasta el hartazgo, «fenómenos de circo», artistas marciales y, por supuesto, una interminable lista de luchadores extranjeros para incentivar la xenofobia del público gringo. Y también estaban el propio Vince (muchas personas piensan hasta hoy que era un actor y no el verdadero dueño de la empresa), sus dos hijos y su esposa, que participaban de este teatro esperpéntico lleno de juegos pirotécnicos, luces, canciones, letreros de fans, sangre, tachuelas, mesas y escaleras rotas, humillaciones de todo tipo, puñetes, patadas voladoras y más chicas en bikini… ¡Uf! ¡Y todo eso empaquetado en apenas una hora!
Ya para ese entonces rondaba un infame VHS en el que unos enmascarados revelaban los trucos de la lucha libre. La cuestión es que, más allá de las cuestiones técnicas, a nadie le interesa cómo se nos vende la ilusión de un combate que de ser real duraría mucho menos y acabaría con la integridad física de todos los participantes. Ver ese VHS resultaba tan amargo como ver Revelando los secretos de los magos. En el mundo de la lucha a mí no me importa que el sufrimiento de mi héroe no sea real, sino cómo me hace creer que es real. En Ante el dolor de los demás, Susan Sontag (¿habrá sido aficionada a la lucha libre?) señala que «la visión del sufrimiento, del dolor de los demás, arraigada al pensamiento religioso, es la que vincula el dolor al sacrificio, el sacrificio a la exaltación: una visión que no podría ser más ajena a la sensibilidad moderna, la cual tiene al sufrimiento por un error, un accidente o bien un crimen. Algo que debe ser reparado. Algo que debe rechazarse» (2003, 113). Pero el sufrimiento de la lucha libre, un espectáculo moderno, no provoca rechazo. Es un dolor ajeno que se disfruta sin culpa, muchas veces sin empatía, en la medida en que tenemos la certeza de que, cuando las luces se apaguen en el ring todo va a estar bien. Es un sufrimiento que no pesa después. Lo doloroso, sí, muchas veces es la vida que viven los reyes del ring fuera del cuadrilátero y que se explora muy bien en la película The Wrestler, de Darren Arronowsky.
Otra característica maravillosa de la lucha libre es que no hay escala de grises. Nada de personajes complejos sobre los que departir por horas en aburridos coloquios literarios y cinéfilos. La Roca es el campeón del pueblo porque lo es. Punto. Porque los niños lo aman y los grandes lo desean o admiran. Y su movimiento final, para que no quede dudas, es el codazo del pueblo. Kane, ser infernal, es malo porque es enorme y feo, y bajo su máscara todo él está quemado. Es la gran máquina roja y, para más horror, hermano del Enterrador. La magia de estos personajes no radica en su complejidad, sino en su sencillez casi patética, que, dadas ciertas circunstancias, permite remoldearlos rápidamente para entonces presentarnos a La Roca en su versión arrogante y despreciable y a un Kane mucho más humano, un Kane enamorado. Así el abucheo se convierte en aplauso. Barthes señala que «en Estados Unidos el catch representa una suerte de combate mitológico entre el bien y el mal» (2003, 22) y esa es una de sus características más importantes porque entre esas cuatro esquinas, por lo menos para mi yo adolescente, ocurría semana a semana lo que más se aproximaba a lo que había aprendido que era la justicia. Y con silletazo incluido.
La lucha libre, como bien apunta Barthes, está llena de una teatralidad grotesca que, me parece, se puede comparar en buena medida con la que es propia del porno. En la lucha se exageran el sufrimiento de la derrota y la emoción por haber ganado un título «mundial», cuyo valor real es cero. En la pornografía se exacerba el placer femenino (y, en mucha menor medida, el masculino); todo tipo de vejaciones y posiciones imposibles desembocan irremediablemente en el orgasmo… aunque en los casos más extremos, se vende el sufrimiento real de las actrices. También, tanto en la lucha como en el porno, después de un tiempo, la mayoría de los cuerpos son desechados y reemplazados sin demasiado miramiento. Ambos son entretenimientos obscenos. No es mera coincidencia que esta espectacularidad barroca de la época dorada de la WWF coincida con el periodo en que el cine de Hollywood también se volvió hiperbólico. David Foster Wallace acusó a Terminator 2 y a Jurassic Park por haber iniciado la época de lo que él denomina como el Porno de los Efectos Especiales. Asegura, con bastante desparpajo, que estos filmes «son realmente media docena de escenas espectaculares aisladas —escenas que entre todas suman veinte o treinta minutos de gratificación sensual y fascinante— engarzadas por medio de otros sesenta o noventa minutos de narración sosa, muerta y a menudo hilarantemente insípida» (2013, párr. 1). Algo de razón hay que darle a Foster Wallace, aunque no toda, porque tanto T2 como Jurassic Park me parecen películas geniales. Las características que les confiere, desde mi perspectiva, se relacionan más con el espectáculo vulgar y maravilloso de la lucha libre estadounidense. ¿No les parece?
Al Snow, luchador retirado, en el documental Wrestlers, afirma que lo único que sabe hacer es vender la ilusión de que verdaderamente está peleando con otro hombre, mientras ambos están en ropa interior. Tanto él como muchos otros nunca se cansarán de puntualizar que, si bien las peleas son falsas, las lesiones no lo son. Gran parte de las heridas que los luchadores se provocan se originan en las posiciones que estos hombres y mujeres adoptan para no dañar a sus contrincantes en el ring. Hay veces que en sus entrevistas muchos luchadores afirman ser los seres más tontos del planeta por dedicarse a algo que casi siempre termina por destruir sus cuerpos y que no les ofrece más que la adrenalina de ser ovacionados o repudiados por un público que en ocasiones ni siquiera es muy numeroso. Esos cuerpos agotados, llevados al límite de su capacidad por la ambición desmedida de un empresario que llegaba a hacerlos trabajar los siete días de la semana, solo pueden resistir el trajín gracias al uso de esteroides y opioides para detener el dolor. La cantidad de luchadores muertos antes de los cuarenta años es impresionante (la cantidad de actrices porno muertas en su juventud también es dolorosamente alta). Cuando están fuera del escenario son hombres y mujeres, pero cuando empieza el espectáculo se convierten en personajes maravillosamente planos embutidos en cuerpos gloriosos, dolidos, sufrientes. Estos cuerpos se ofrecen como una especie de ofrenda para satisfacer a mirones como McMahon. O como Barthes. O como yo.

  1. A pesar de ser un escualo para los negocios, hace años Vince perdió una batalla legal contra la World Wildlife Fund (WWF) relacionada con el uso del acrónimo por lo que la empresa de lucha pasó a llamarse World Wrestling Entertainment (WWE). ↩︎
(E-1) MANIFIESTO
Alejo Romano

Alejo Romano (Quilmes, 1986). Argentino por nacimiento, ecuatoriano por adopción. Comunicador y politólogo, pero se gana la vida corrigiendo a los demás. Le contó a sus amigos que quería vivir un episodio histórico (p. ej., la llegada de los extraterrestres) y en respuesta nos cayó la pandemia.

Escribe porque le parece difícil. Su disposición transeúnte la ha llevado últimamente a escuchar a Susy Díaz, atesorar la poesía de Olga Orozco y aprender etnomatemática. Le gusta Borges pero le gusta más Silvina Ocampo.

Mauricio Montenegro. En su juventud no pudo dedicarse a la veterinaria como le habría gustado. Hoy por hoy, su consuelo es lidiar con sendos ejemplares del bestiario académico ecuatoriano, así como con sus manuscritos. A veces escribe. Su doctorado en procrastinación le impide hacerlo más seguido. Hay quienes le han escuchado decir que no es más que una diminuta e ignorada mota de polvo en medio la galaxia de mediocridad que es la literatura de su país.

Luis Felipe Sánchez nace el 3 de noviembre de 1981, el mismo día en que el barco de Herzog termina de cruzar la montaña en su famosa película Fitzcarraldo . Se define a sí mismo como “inteligente, evasivo y de una reservada cordialidad”. Alguno que otro amigo lo ha calificado de “misántropo” e, incluso, lo han llamado “artista”. Luis Sánchez ha publicado dos libros de cuentos y guarda entre sus cajones dos novelas que no piensa dar a la prensa. En cada entrevista de trabajo que se presenta, repite incesantemente que no posee redes sociales, aun así lo contratan. En sus horas libres, que son muchas, pinta al óleo.

Como una seta, asegura que se crece mejor sin luz directa. Le aquejan la lenta cancelación del futuro, la calvicie y el colesterol alto. Le gustaría, si fuera posible, desaparecer a voluntad de la memoria de las personas. Fuma solo en los velorios.
Aunque no suela decirlo, es el culpable de ser el tálamo cerebral de Mil machetes, órgano de una legión de ángeles clandestinos e insomnes que no ofrecen redención, sino una navaja de afeitar en el viento. Vive acompañado de Uma, su perrita, que escucha pacientemente sus discursos sobre la degeneración literaria y de vez en cuando ladra en aprobación.

Nicolas Salas

Nicolás es un diseñador multimedia conectado con el diseño en muchas  todas sus formas: desde productos y revistas hasta arquitectura, arte, cómics y fotografía. Esta conexión con el diseño lo inspira a crear experiencias digitales adaptables a diferentes conceptos.

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